domingo, 27 de septiembre de 2020

16:20

Por aquel entonces vivía en el barrio ateniense de Pagkráti con mi amigo más íntimo y su pareja. El piso que habitábamos era espaciosísimo y luminoso y casi siempre olía a café griego recién hecho, debido al insomnio crónico que aquejaba a Pános. Recuerdo que me costó años aprender a hacerme una taza decente de aquel café, que los griegos proclaman griego y los turcos reclaman turco, pero que, en cualquier caso, requiere una técnica tradicional que siempre me ha recordado, en cierto modo, a la del mate argentino.

Javier, mi amigo, pionero de nuestra aventura griega y principal culpable de que mi inocente visita a Atenas terminase por convertirse en una maravillosa estancia indefinida, apenas pasaba por casa. Compaginaba varios trabajos que le hacían correr de acá para allá todo el día y siempre regresaba en torno a la medianoche, agotado, hambriento como un lobo y con un sinfín de anécdotas que compartía conmigo en el balcón mientras fumábamos tabaco de liar. En sus escasos días libres, su agenda estaba igual de repleta, hasta un punto que él mismo consideraba patológico. La patología griega de explorarlo todo hacia afuera, conjuntamente, a través de charlas en madrugadas interminables, opiniones vehementes y un despliegue obsceno de emociones.

Pános era el compañero de Javier y la razón por la que este había abandonado Corfú, isla del norte, cercana a Albania, que veneraba, y en la que, después de haber trabajado duro varios veranos en el sector turístico, había logrado formar un hogar y una familia elegida. Tras una etapa inicial de negación, Javier había accedido a dejar atrás sus raíces de corfiota extranjero para acompañar a Pános de regreso a Atenas, su ciudad natal. Pános se matricularía allí en la Escuela de Cine con la aspiración de convertirse algún día en director, sueño que Javier siempre había alentado.

Me viene ahora a la memoria un encuentro que tuve con Javier años antes de que yo me mudase a Grecia, cuando la sola idea de ello me habría hecho reír a carcajadas, o, como mínimo, encogerme de hombros con gesto desconfiado. No nos veíamos desde hacía una buena temporada y yo esperaba con avidez que me pusiera al día de su nueva vida en un país que me resultaba tan desconocido y tan interesante, y de su nueva relación de pareja, la primera estable y duradera que le había conocido en nuestros quince años de amistad.

Como buenos norteños, compartíamos el vínculo-cordón umbilical con el mar Cantábrico, que invariablemente escogíamos como telón de fondo para nuestras confidencias. En aquella ocasión tomamos un tren de cercanías hacia un pueblo costero, dudo que ni siquiera supiésemos a cuál, porque todo lo que deseábamos era perdernos en lo salvaje, sin horarios, ni programas, ni expectativas, solo fluir juntos tras una eternidad sin vernos, como solamente ocurre con las amistades de toda la vida. Pues bien, fue en un vagón de aquel tren, con el radiante sol estival atravesando la ventana, donde Javier me habló por primera vez de su nuevo amor: un griego guapísimo, bastante más joven que él y con vocación de artista. Detecté inmediatamente en sus ojos ese fulgor inequívoco del enamoramiento en ciernes, esa enajenación de los sentidos, esa dilución del yo en el objeto de deseo, ese ego rezumante de orgullo al sentirse anhelado por el prójimo. Creo que, en el caso de Javier, la constante en todas sus historias amorosas siempre se trató de una cuestión de esto último. En cualquier caso, y por no entrar en demasiados juicios de valor (¿no es aceptación lo que ansiamos todos, al fin y al cabo?), lo que sí recuerdo perfectamente es que, si bien me alegré por mi amigo, también sentí una profunda punzada de envidia. He de decir también, solo con el afán de sentirme un poquito menos mezquina, que, además de esa envidia, que me encogió un poquito las tripas, el relato romántico de mi querido amigo me provocó cierta sensación de alarma. Sin saber muy bien por qué, ante tanta abundancia yo percibí una ausencia, una suerte de sombra que se cernía, amenazante, sobre su idilio.

No me equivocaría demasiado: Pános acabaría por dejar a Javier con el corazón roto tras varias idas y venidas, de la forma más repentina y dramática posible. A la griega.

Como decía antes, vivíamos los tres, Javier, Pános y yo, en un agradable apartamento de Pagkráti. Yo, a decir verdad, me encontraba acogida por ellos de manera temporal, hasta que encontrase un apartamento propio. Mi modo de expresarles mi gratitud ante tal abrumadora hospitalidad, rasgo, por cierto, eminentemente hispano y heleno, consistía en colaborar en la economía doméstica con pequeñas compras, actuando de mediadora en sus habituales disputas y, en última instancia, tratando de pasar lo más desapercibida posible. Cada día emprendía, emocionada, una expedición turística nueva: la Acrópolis, con el barrio de Pláka a sus pies, la zona de Exárcheia, indiscutible destino predilecto de anarcoturistas, la plaza de Syntagma con sus habituales manifestaciones, que, en un principio me atemorizaban pero después comprendí inofensivas, o los mercados callejeros de nuestras inmediaciones. Los días en que el cuerpo me pedía reposo o recuperación de alguna larga velada empapada en licor y rembétiko, invertía todo mi tiempo en estudiar griego moderno con la ayuda de un libro de texto que Javier me había prestado. Estos momentos de estudio solitario fueron convirtiéndose, desapercibidos, en imprescindibles para mí, y, en un sorprendentemente corto espacio de tiempo, terminé por adquirir un dominio del idioma que me permitía comenzar a comprender lo que escuchaba a mi alrededor e incluso llegar a mantener conversaciones básicas con las personas que iba conociendo en aquella caótica metrópolis.

Mis horas de estudio coincidían, por un lado, con el turno de tarde de Javier en una empresa multinacional de telecomunicaciones cuyas oficinas se encontraban junto al mar, a un buen trecho de casa, y, por otro, con el torpe despertar de Pános, quien, como ya he explicado, padecía de insomnio crónico. Sin embargo, y como reza el refrán popular, Dios aprieta, pero no ahoga, así que Pános tenía la fortuna de trabajar desde casa, como diseñador gráfico, en encargos procedentes de distintas partes del mundo. La ventaja evidente de aquello era que le permitía organizar su calendario de entregas, y, por tanto, su descanso, en función de la zona horaria de sus clientes, lo que le ofrecía total libertad. Sin embargo, lo que habría constituido un lujo bien aprovechado para otros, en el caso de Pános se limitaba a permitir y reforzar su inclinación natural al aislamiento.

Aquella tarde me encontraba sentada en el sofá cama rojo de mi cuarto (el salón), aplicadísima en comprender el artículo determinado en todas sus declinaciones. Disfrutaba de la gramática y de la brisa primaveral que se colaba por el balcón, sabiéndome parte integrante de aquella desquiciada ciudad, que luchaba, tranquilamente, eso sí, con la pachorra griega, por funcionar, bajo un sol de justicia.

Se abre la puerta del dormitorio principal y se cierra la del baño, lo que me devuelve abruptamente al mundo real, el del fluir de la cisterna tras el primer pipí del día para Pános. «Dame un momento, genitivo del alma, sabes que regresaré a tu regazo.» Levanto la mirada, parpadeo varias veces para resituarme en esta dimensión, la tridimensional, inspiro profundamente el aroma a jazmín que siempre lo inunda todo y cierro el libro. Miro el reloj. Son las 16:00. No me incorporo, solo espero. Esperar pacientemente es parte inevitable de la vida helena, algo que ya he interiorizado solo con dos meses de estancia en Atenas, capital de la desorganización. Desde el pasillo me llega el καλημέρα somnoliento de Pános, que de inmediato se dirige a la cocina para hervir el primero de los innumerables cafés que bebe a lo largo del día mientras se fuma el cigarrillo de rigor. Como su desayuno es la excusa perfecta para mi merienda, ahora sí me levanto y dejo mi estudio en pausa para atacar alguno de los múltiples platos tradicionales que su madre cocina y trae a casa cada lunes. Hoy se trata de un apetitoso pastítsio.

-¡Buenos días! ¿Qué tal has dormido? -Qué menos que una pequeña muestra de empatía antes de hincarle el diente a ese regalo de los dioses.

-Buenos días… Bien… Me dormí a las tantas, ya sabes, para variar. ¡Ay, mierda, joder! -adiós al café griego. La espuma rebosa del cacito a borbotones por un despiste de Pános, que se lo queda mirando con gesto derrotado.

Por un segundo siento cierta ternura hacia este muchacho, por lo cuesta arriba que se le hace la vida nada más despertarse. Así que le ofrezco una taza de café de filtro que me ha sobrado de por la mañana y lo acepta, yo creo que más por agotamiento existencial que por apetencia. Se lo sirvo, con una cucharadita de azúcar, y lo coloco en su lugar de la mesa mientras él va a su oficina a por su tabaco de liar marca Pueblo. Introduzco una pequeña porción de pastítsio en el horno para saborear el plato en todo su esplendor y abro la ventana de par en par. Me apoyo en el alféizar con los brazos cruzados y cierro los ojos, dejando que el sol bañe mi rostro plácido y sonriente. De la calle llega a mis oídos el rumor que define Atenas en todo su esplendor: un excitante barullo de sonidos que va desde el alegre piar de los pájaros al rugir del tráfico desordenado, pasando por unos cuantos acordes de bouzoúki provenientes de la terraza del bar de la esquina. «Mira, de verdad, qué bien hice en renunciar a Nueva York por iniciar una vida griega. Ni crisis ni crisas, a mí esta bohemia me da la vida, qué quieres que te diga.» Oigo cómo Pános vuelve a la cocina, se sienta y comienza a liar un cigarro. Me pregunta algo que no alcanzo a escuchar bien, así que me enderezo y vuelvo a cerrar la ventana para dejar fuera el mundanal ruido. Me giro.

-Ay, perdona, es que este solecito me hace entrar en trance. ¿Qué me decías?

-¿Pero tú no eres de España? ¡Deberías estar acostumbrada!

Hay que ver qué pesada se me hace la imagen española de sangría y cuarenta grados a la sombra. Soy de Asturias, calamar, donde llueve tanto y tan a menudo que acabamos criando branquias.

Como sé que una réplica de este talante sería una batalla perdida, no se lo digo, sino que reacciono de manera bastante más benevolente.

-Ya, tienes razón. Me están entrando ganas de ponerme a dar palmas flamencas, fíjate. -Muy a mi pesar, y para mi desgraciada sorpresa, los griegos carecen, por lo general, de sentido de la ironía. Así que Pános se limita a asentir con expresión comprensiva y alarga el brazo para agarrar el mechero. -Que decía que no te he escuchado. ¿Me has preguntado algo?

-Sí, que qué era ese olor tan rico. -Y expulsa el humo mientras mueve el cuello de un lado a otro para estirar las cervicales, castigadas por el uso prolongado del ordenador.

-¡Ah! Pues el pastítsio de tu madre, qué va a ser. Qué gran señora, tu madre. Quién la tuviera por suegra. Es una lástima que no te gusten las mujeres de pechos pequeños. -Le digo, palpándomelos con una exagerada mueca seductora que hace que se le atragante el café.

Comenzamos a reírnos a carcajadas hasta que conseguimos calmarnos y secarnos las lágrimas. Agarro el guante de cocina, abro el horno y extraigo la bandeja con el manjar de macarrones, carne picada y salsa de tomate. Lo traspaso a un plato y abro el armario de los vasos para servirme uno de agua, mientras me percato de que Pános murmura algo griego. Lo oigo en segundo plano, porque mis sentidos pertenecen en exclusividad a las viandas que tengo enfrente, así que no sé qué ha dicho, pero apostaría algo a que ha hecho referencia a mi castizo descaro. La griega es una sociedad históricamente machista, que no da cabida a que una mujer se agarre las tetas, y mucho menos para añadir realismo a una broma de contenido sexual dirigida a un hombre, sea o no sea gay.

Justo cuando empuño tenedor y cuchillo para dar comienzo a mi festín, de la calle se oye una especie de cántico quejumbroso, de timbre femenino, que atraviesa los cristales y hace que me detenga en seco. Dirijo una mirada interrogante a Pános, que no me sirve de nada, ya que él se encuentra absorto en la pantalla del móvil, probablemente poniéndose al día de los estrenos cinematográficos o leyendo las noticias, una mala costumbre suya por la que siempre le reprendo. Ante su falta de reacción, doy por hecho que han sido imaginaciones mías y devuelvo mi atención al humeante pastítsio. Corto un pedazo y soplo para no quemarme, pero, al llevármelo a la boca, vuelvo a oír el mismo inquietante mantra, esta vez notablemente más nítido. Como Pános continúa inmerso en su mundo de nicotina y alfombra roja, decido tomar la iniciativa e investigar qué está ocurriendo en el exterior. Me levanto, arrastrando ruidosamente el taburete por la impaciencia, y abro la ventana de nuevo con la boca llena de gloria bendita. Me lamento, por enésima vez y para mis adentros, de que María, la madre de Pános, y yo, no seamos parientes de primer grado, trago, y trato de localizar el origen de aquel quejido fantástico. El volumen y la proyección de la voz, dignos de una actriz de método, merecen todos mis respetos. Se enuncia una frase bien articulada y repetitiva que recuerda a la alarma de un despertador: intervalos intensos, inquietantes, imposibles de obviar. Molestos. De repente, todas mis horas de dedicación al estudio del griego moderno acuden al rescate y consigo discernir que la frase consta de dos componentes léxicos, de dos palabras. El problema es que, si mi entendimiento no está errado, son dos palabras que la gente no va gritando por ahí habitualmente, sin ton ni son, con entonación plañidera, como si les fuera la vida en ello. Las palabras son «θέλω γάτα»[1]. No entiendo nada. Debo de llevar un buen rato en silencio (algo muy poco propio de mí) y con el plato de comida a medio empezar (algo definitivamente preocupante), porque Pános ha dejado de curiosear en su teléfono para observarme detenidamente con expresión de extrañeza. Puedo verlo por el rabillo del ojo.

-Τί κάνεις, ρε κορίτσι μου; -Acompañada del típico gesto de dedos en racimo apuntando hacia arriba, común a griegos, italianos y argentinos, esta cuestión podría traducirse como: «¿Se puede saber qué haces, hija mía?»

Me giro y le miro con el ceño fruncido, claramente sorprendida por la pregunta.

-¿No oyes los gritos de fuera? ¿Qué coño es eso?

-¿Qué gritos? -Hace ademán de poner la oreja y aclara -Ah, sí… Eso es que deben de ser las 16:20. -Verifica la hora en su reloj de muñeca y se queda tan campante, como si con eso hubiera respondido a mi pregunta.

Mi primer impulso es suponer que esa es su idea de broma. Una broma muy dadá, fruto de mentes enajenadas por la privación continuada del sueño. Durante un par de segundos resulta evidente que no sé cómo reaccionar, más allá de entrecerrar los ojos en un absurdo intento miope de potenciar mi inteligencia para entender algo. Afortunadamente, Pános se da cuenta en seguida y se apresura a explicarse.

-Ya veo que todavía no has conocido a Yoko. Viene todos los días a las 16:20 en punto, cumple con los gatos y se va. No puedo creerme que Javier no te haya hablado de ella, con lo que os gustan a vosotros los bichos raros.

-¿Yoko? ¿Como Yoko Ono? No, no me ha hablado de ninguna Yoko. ¿Qué es eso de que cumple con los gatos? Hijo, Pános, ¡como no me des más pistas, voy a pensar que el pastítsio de tu madre lleva hongos alucinógenos! -Miro de refilón al plato, ya frío, y, por un instante me asalta la duda. Eso explicaría muchas cosas, la verdad.

-Que no, mujer, mira, seguro que está ahí. -Se levanta, divertido, se apoya en el alféizar junto a mí y señala el jardín de la casa de enfrente, en el que nunca me había fijado hasta hoy.

En efecto, en la acera hay una silueta femenina, de espaldas, que me fascina desde el primer momento. Viste ropa negra, holgada, y su cabello, largo, oscuro y enmarañado, está coronado por un sombrero de fieltro marrón que dota a todo el conjunto de una indiscutible excentricidad. La mujer carga con una bolsa de plástico blanca que contiene lo que parecen ser sobras de comida. Se agacha, no sin dificultad, y va rellenando unos recipientes de papel de aluminio sin dejar de entonar su cántico, que cobra ya todo el sentido. Una gran camada de gatos de todos los colores y tamaños acude rauda al banquete.

Anonadada como estoy observando la escena, le pregunto a Pános, en un susurro, como para evitar que nos oiga Yoko:

-¿Por qué le habéis puesto ese apodo a la mujer?

-Tiene rasgos orientales y una apariencia de artista pasada de rosca, así que blanco y en botella. Ay, no me mires así, ha sido cosa de Javier. Ya sabes lo cabrón que es con los apodos.

Sí. Ciertamente, lo sabía. A decir verdad, era un talento que compartíamos desde pequeños y del que nos enorgullecíamos.

De modo que aquel amasijo de prendas desgastadas y gestos estrafalarios era Yoko, la reina de los gatos. La dueña del chorro de voz que había conseguido impresionarme todavía más que un bocado de pastítsio.

Sobra decir que en aquel mismo instante decidí que debíamos conocernos.

 

 

Aquella noche me fui a dormir temprano, ilusionada por elaborar mi plan para abordar a Yoko cuando reemprendiese su ritual felino del día siguiente. Ni siquiera me crucé con Javier, aunque sí lo oí, vagamente, regresar del trabajo a medianoche. Para entonces, yo ya estaba inmersa de lleno en el mundo de Morfeo. Me había entregado por completo a la felicidad de anticipar lo que traería consigo la mañana siguiente. En cierto modo me sentía conectada a Yoko, vagabunda en la metrópoli ateniense, sin saber muy bien a qué aferrarme, sin saber en absoluto dónde estaba mi norte, pero habiendo sido capaz de conservar el mínimo de cordura necesario como para seguir en pie sobre este mundo. Que no es poco. A menudo despeinada, con la mirada cristalina y ausente, rasguños como de haber sobrevivido a una pelea de gatos callejeros eterna, que, francamente, había sido la mayor parte de nuestras vidas.

 

No entraré aquí en detalles sobre cómo abordé a Yoko al día siguiente, ni sobre cómo fuimos convirtiéndonos en amigas y confidentes. Lo que sí relataré será por qué se mudó a un lado del mundo bien lejano a su hogar, cómo se jugó el futuro a una sola carta y cómo la gran ciudad la rescató del abismo y la refugió en sus entrañas sin juzgar, jamás, su ulterior locura.

 

Sus rasgos no engañan: Yoko nació en Japón, en el seno de una familia tradicional (¿hay hueco en la sociedad japonesa para familias no tradicionales?). Como tal, su familia le inculcó desde bien pequeña los típicos valores femeninos de sumisión, discreción, servilismo, diligencia, sacrificio. Invisibilidad, en definitiva. Hasta la adolescencia, no le quedó más remedio que acatar dichos valores. Al entrar en la veintena, sin embargo, a medida que comenzaba a aproximarse a la edad en la que toda mujer debe pasar de ser propiedad del padre a ser propiedad del marido, Yoko se plantó. Se negó en rotundo a vivir según aquel guion. Evidentemente, aquello causó un gran escándalo en su familia, que renegó de ella, de modo que tuvo que abandonar su hogar y subsistir por sus propios medios. Yoko llevaba ya cierto tiempo fantaseando sobre qué encontraría si investigara más allá de aquella isla, siempre había deseado fervientemente comprobar si en un lugar desconocido, donde fuese anónima, se le concedería el espacio para dibujar su propia historia. Alzar la voz, ser protagonista, y no un cero a la izquierda con una mera utilidad decorativa.

Cuando tomó la decisión irrevocable de emprender su propia aventura, Yoko escribió la siguiente frase en su cuaderno: «Me voy a un país en ruinas para desempolvar las mías propias, estudiar con devoción los cimientos de lo que soy y hacerme un pueblo libre.» Su mente brillante había elegido Grecia.

Desde el momento en que aterrizó, tras un largo viaje, en Atenas, su esquema mental nipón comenzó resquebrajarse de manera irreversible. El caos que detectó desde aquel primer instante la reconfortó, no obstante, de un modo tan paradójico, que no pudo más que sentirse reafirmada en los motivos que la habían conducido a aquel lugar. Así que decidió dejarse llevar. Tras recoger su escaso equipaje, se dirigió a la salida del aeropuerto y tomó un taxi al barrio de Pláka, al pie de la Acrópolis, donde había alquilado un pequeño estudio por el que pagaría un alquiler irrisorio para cualquier habitante de Tokio.

Debido a su ubicación, sobre la colina, el estudio no era accesible a vehículos, por lo que el taxista hubo de dejarla en la calle principal. Yoko le pagó con la certeza de que su condición evidente de extranjera le había costado unos cuantos euros de más, se cargó la mochila a la espalda y emprendió, animada, el camino a casa. Se había decantado por una zona rebosante de vida: bazares para turistas, mercadillos artesanales callejeros, conservatorios cuyos músicos en ciernes exponían animosamente sus recién adquiridas aptitudes a los viandantes a cambio de unas monedas. Las escaleras que tenía que subir para llegar a su casa eran la parte más característica del barrio. A ambos lados se amontonaban cafés, restaurantes y tabernas a los que acudían en masa grupos de atenienses y extranjeros para charlar durante horas, pausadamente, frente a un café o un rakí, acariciando alguno de los gatos que merodeaban, libres, y se mezclaban, melosos, con la muchedumbre durante un rato.

En Atenas, Yoko se enamoró. Por vez primera, se enamoró y se le fue totalmente de las manos. Cuando, entre lágrimas y frases entrecortadas, intentó describirme el tipo de amor que había sufrido (utilizó esta palabra), solo alcanzó a hacerlo citando a uno de sus autores japoneses favoritos. Así leía primer párrafo de la primera novela suya que había leído: «A los veintidós años, en primavera, Sumire se enamoró por primera vez. Fue un amor violento como un tornado que barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso, que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. Y, sin que su furia amainara un ápice, barrió el océano, arrasó sin misericordia las ruinas de Angkor Vat, calcinó con su fuego las selvas de la India repletas de manadas de desafortunados tigres y, convertido en tempestad de arena del desierto persa, sepultó alguna exótica ciudad amurallada. Fue un amor, glorioso, monumental.»

Se llamaba Iásonas y lo había conocido en el mercado. Tenía unos impactantes ojos azules nada griegos, un tono de piel canela y unos desvergonzados rizos rubios que se enredaron en la garganta de Yoko desde el primer momento, como una especie de planta trepadora angelical que la dejó muda. Tras varios encuentros mercantiles entre granadas y uvas, él, de manera muy natural, le preguntó si querría ir a dar un paseo juntos algún día. Ella se ruborizó intensamente pero asintió apresurada, con la mirada clavada en el suelo y una diminuta sonrisa. Pasearon a diario durante todo el otoño y se convirtieron en inseparables. Muy pronto, Iásonas se mudó al apartamento de Yoko, donde vivían con poco espacio y menos pertenencias, pero con una pasión mutua que convertía aquel apartamento en un hogar. Transcurrieron, ajenas a todo, las estaciones, y el amor siguió engordando, descarado. Yoko nunca había imaginado, ni en la más salvaje de sus fantasías, que pudiera experimentar una relación tan plena. Se sentía esplendorosa, liberada, apoyada, y muchos adjetivos más que resultan muy molestos a esas personas que se sienten vivir en la más brutal de las soledades durante un largo periodo de tiempo.

Un día, sin embargo, Iásonas simplemente desapareció. Dejó tras de sí un par de camisas, el aroma de su cuerpo en las sábanas y un vacío insoportable que reventó el corazón y el alma de Yoko y la sumió para siempre en un silencio sordo, atemporal e irreversible que la arrastró al otro lado. Las secuelas se manifestaron, al principio, en forma de excesos de alcohol y drogas, de ausencia de nutrición y descanso, de aislamiento total. Ocasionalmente, en las noches en las que la enredadera que la había enamorado se ceñía más y más a su garganta, sofocándola con preguntas que nadie respondía, y le impedía respirar, Yoko se autolesionaba. Solo así conseguía dormir, aunque fuera un par de horas. Cuando se despertaba, de nuevo en un mar de lágrimas y con el corazón desbocado por la ansiedad, retomaba su tortuosa jornada.

Yoko nunca llegó a conocer el motivo por el cuál Iásonas se había esfumado. Nunca recibió noticas suyas, nunca volvió a verlo. En estas circunstancias, y en la avalancha de pensamientos con los que se quedó sola y encerrada en su apartamento, se volvió loca. Solo comenzó a salir a la calle de nuevo para visitar el mercado, con la esperanza de volver al pasado a conocer a su amor. Los vecinos, que sentían un profundo respeto por ella, nunca mencionaron nada, a pesar de haberla visto envejecer considerablemente en cuestión de meses. Aceptaron, en silencio, que la Yoko que habían conocido se había marchado, y acogieron a la nueva en su regazo sin pedir explicaciones.

Atenas es una ciudad de amor y de locos, de un quejido de dolor bellísimo que nunca alcanzaré a explicar.



[1] «Quiero gato»

miércoles, 30 de mayo de 2018

The lexicalization process of my paranoia

1. The others

Even before that movie came out and the term was coined, I always felt my life had something Truman show-esque about it.
Every time a stranger would address themselves to me in an awkward manner, I would get that feeling. As if my own social awkwardness was mirroring their own, they would look at me with an undefined expression, not having yet decided quite what to make of me, or exactly how to classify me. Something felt staged.
It all started very early, when I was four or five. My androgyny was at its peak and it would really throw folk off.
A voice in my head would remind me that these people knew who I would inevitably become, and that  was the reason for their peculiar behavior around me. They had somehow heard of my future greatness and had saved themselves a first row seat to see my talent and notoriety build up before their very eyes. That much was clear to me.
Somehow, my fame preceded even the reason for which I was to become famous.
Did they have an inkling as to exactly when that was supposed to kick in, I often wondered. And if they did, would their interference not influence my genius development, and shape it inadvertently? Perhaps even delay it?
My admiring followers would be mad, just as I would be mad, when the final reveal was made to me. I thought it was so uncool of these pre-fans of mine, letting me know what was to come, when I should probably suffer my way through regular person life until the moment my genius status was revealed.
This put terrible pressure on me, as the more admirers I encountered, the expectation grew. My life's work would have to be epic. My brilliant debut would have to be something truly amazing, unlike anything ever seen of dreamed of before.

One thing was clear, I was brought into this world to create. As to what exactly I was to deliver, I remained unclear. Should it be something tangible, solid? An oeuvre that I could hold in my hands, to touch and feel and bite my teeth into, maybe even reproduce so my proselytes could worship a physical extension of myself? Or better yet, the complete opposite. I was maybe to aim for the incorporeal, the utterly abstract, aerial. A revolutionary concept, or perhaps a visionary philosophy that would change the way we think, live and breathe.
Meanwhile these satellites, staring at me with googly star-struck eyes, seemed terrified of coming too close. Their lives' mission just to be a part of the decor, naively hoping, believing, that their role in all of this was not superfluous. Necessary, even.
Perhaps they thought they were contributing to my inspiration, feeding me bits of my masterpiece to be. By their rehearsed words, or merely by their presence, their muse-like qualities.

I started to grow impatient. With every passing day, there was another wasted day. I needed time, inspiration, and the right tools and location. And I needed all to converge at once. Timing.
This hellish and elusively perfect triangle that refused to present itself was starting to get on my nerves. Of course, I couldn't go looking for it. That would completely defeat the purpose.
Wondering what my masterpiece would be like, I often imagined I would start with the greatest novel ever written. That seemed easy and simple enough. I could only build up from there.
With the passing of time, however, a little voice grew inside me, like a tumor, starting to mumble horrible things into my psyche. Saying it feared it might be "too late for words". That a simple writing exercise, however brilliant and revolutionary, wouldn't cut it anymore. At least as a first piece.
I was clearly not aiming high enough, and that was probably why no bigger plan had yet been set into motion.
Wrong direction. I was considering lesser art forms since it was too late in life to become great at such an elevated and saturated art as literature was. Too many great ones to catch up, too many techniques to be trained in.

And then my typewriter broke down.

sábado, 6 de agosto de 2016

Muere, repelente

Suele ocurrirme tras alguno de mis escarceos amorosos. Me convierto en Nadie. Pierdo rostro, alma, extremidades, voluntad. La energía que normalmente me impulsa decide estancarse y transformarse también, pero ella se transforma en Algo, en Algo Totalmente Horroroso.

Básicamente, mi pecho (el templo de mi alma o mi caja torácica, si preferimos contemplarlo en términos meramente corpóreos) se fractura de un modo salvaje y conocido al que, paradójicamente, no logro acostumbrarme. Tras una serie de intentos de contención, que nunca cesan, la lava volcánica arrasa con todo. Retumban himnos fúnebres como de derrota de guerra que de repente me exigen un llanto viscero-universal por todos y cada uno de los dolores de la raza humana jamás soportados, se suceden vistosos flagelamientos que tienen que demostrar que aquí se está sufriendo, se abren heridas sin cicatrizar que chorrean sangre.

Y luego, como digo, me convierto en Nadie. Cesan los sonidos, los deseos, las preguntas, casi hasta las funciones vitales. Respiro por pura inercia, veo porque mis ojos están abiertos. Soy un testigo totalmente pasivo tanto de lo que ocurre a mi alrededor como de mi propia existencia. Me domina solamente una especie de fuerza oscura y pestilente, una suerte de humo negro que toma forma humana con el único objetivo de trepar por mi espalda e instalarse sobre mis hombros para rodear mi cuello con sus asquerosos brazos y piernas y dedicar todo su empeño a asfixiarme.

Me obliga a caminar por ahí con al mirada clavada en el suelo y un evidente gesto compungido que me resulta muy molesto.


lunes, 8 de febrero de 2016

Foolhardy

There is competition in every endevour. Even murder, they say. No reason why love should be any different.

As Cara's face comes up for air from her Sunday special brunch menu, she catches sight of Jen, her little blonde ponytail lively swinging from side to side as she hurries out of the kitchen and right up to serve the way too happy-looking little family in table seven.

Her gaze turns into a straight up leer when the new waitress turns on her heels to head back to get the rest of the table's order, still steaming away on the counter. Cara can now appreciate how the laws of physics operate on Jen's power running figure, face on. Mostly the bouncing bits.

- Hey, Jen - Cara offers as a greeting as the waitress pass their table - How's tricks?

A clearly overwhelmed Jen barely looks at her when she replies with a playful rolling of the greenest eyes this side of the Celadon.

- Buried - she smiles with the corner of her mouth as her side quickly brushed against Cara, not slowing down her power walk to the back of the diner. Cara, still sitting in the booth, has the audacity of conspicously following the dainty blonde with her eyes. Head and upper body turn included.

That does it.

- Seriously, could you be any more obvious? - the dark-haired middle-aged woman sitting opposite to Cara on the booth whispers, leening towards her.

Sarah's voice takes her out of her trance.

- What? A little harmless flirtting never hurt anyone - she protests.

- Oh, please. Even so, you could be her mother.

Cara's eyebrows shoots up into her hairline.

- What's the matter, baby? You jealous? - she teases, with that daring crooked smile of hers.

Shit. Admitting to jealousy in a public place: Sarah's another five points down.

viernes, 5 de febrero de 2016

Gulping it down

Holy crap, that phone was on fire.

He kept staring at the picnic-like kitchen table, which was, now that he'd finished his early supper, covered by tiny breadcrumbs, and not knowing what to do.

The generous dish of spaghetti putanesca he had just wolfed down had left the corners of his lips stained by a soft shade of carmine that made him look even a little bit more pathetic. Fortunately though, one could not really appreciate it, because he kept staring really close at the picnic-like kitchen table as if trying hard to burn a hole on its surface big enough for him to jump in and land onto another dimension.

That damn phone was still ringing and he had absolutely no idea what to do with it. 

But ignoring the vibrating insistence that seemed to be being sent from Hell exclusively to emanate from that annoying apparatus did not seem to work as a valid option anymore, so he decided to quit being a pussy and face the situation (literally, as he was forced to slowly lift first his forehead, followed by his eyes, nose, and beardless chin, to be able to spot the artifact in question and then command his brain to reach for it with his right hand). 

He gave out a long heavy sigh that made him feel an eternity older than he was, and pressed the Answer button on the screen.

Two seconds.

-Hello? -stuttered an intense and soft female voice thad had been very close to give up on the waiting and go back her minestrone soup with an all-too-familiar feeling of sour resignation.

Putanesca. Poodle, pepper, ponytail, pitiful, penthouse. 

Long sigh again, this time to conceal the effects his racing heart was starting to have on his breath.

-Hey, hi. 'Sup. -Casual.

Minestrone. Meadows, mimic, masturbation, munchies, minivan.

-Eh, not much. I was realizing one of my wildest Friday night fantasies, that is, slurping my Italian soup in my pyjamas, and I suddenly wondered whether you'd remember the name of that beach bar where we had those mind-blowing nachos last summer? You know, the bar with the hot waitress that you couldn't gather the courage to talk to? Oh God I do remember how embarrassed I was, trying to order all those weird snacks in my awful Spanish.

How an otherwise rather smart attractive woman managed to be such an enormous bitch precisely at the times he was least ready to handle it remained a mystery, even after all those years of twisted friendship. It was like she would do it when you were starting to feel comfortable and felt like you could at last lower your guard. It was like some kind of superpower, which made him hate her, thus want her more. 

Let's go. Pesto, pineapple, penny, poultry, pandemonium. He got it by the balls.

-Hmmm. Oh yeah! Yeah, I know which bar you're talking about, I totally remember the waitress. Jugs like water balloons, sign of the Mediterranean beauty. -"Well it turns out two can play this game, poo face.", he thought, trying to repress a huge grin that was starting to spread on his face.

Oh boy. Motherhood, measles, menace, mesmerize, muppet. The stupid brat knew what her weak link was, had hit home and was well aware of it.

-Well that is both a highly sophisticated and an accurate remark, I gotta say. I'm still looking for the name of the establishment, however, so please save me the rest of the exquisite boob-related comparisons you undoubtedly have in stock for now. -She noticed how her sarcastic comment had accidentally leaked just the right amount of outrage that she was beginning to feel, so she swore to herself once or twice and immediately steered the conversation's wheel to a safer end.- Anyway. Nevermind, I'll Google it.

Just say it woman, say the word.

-Okay, well sorry I wasn't of much help tonight. I was actually falling asleep when you called, so. -You filthy liar.

-Doesn't matter. I'm going to bed too. Good night! -Awesome. One more horny sleepless night to be added to the hardcore porn collection that had been decorating her mind for some time now.

And I say folks, let's all give it up for the era of communication.

miércoles, 27 de enero de 2016

Metáfora desubicada

La vida adulta es como una piscina vacía: saltas, emocionada y tras coger carrerilla, desde el trampolín, y aterrizas en el frío hormigón con una soberana hostia que dejará secuelas. Como una futura tendencia sistemática a la precaución en todo lo concerniente a lugares al aire libre con extensos volúmenes de agua, cloro, césped, crema solar o salvavidas.

A mi sobrina no pareció gustarle demasiado esta comparación. Clavó su mirada en mí con gesto socarrón, meneó ese cabezón pelirrojo tan evidentemente desproporcionado en relación con el resto de su minúscula anatomía, y se levantó del banco como un resorte para salir disparada hacia la estructura metálica que alojaba el tobogán.

La vida. La vida una vez pasados los treinta es decididamente como un tobogán.


martes, 26 de enero de 2016

Damp

It's a tiny room with one of those cream-coloured telephones that once were a common element in every household but are nowadays socially classified as 'vintage'.

I remember how my deceased grandfather used to take what I, even at the age of 7, considered to be a disproportionate amount of pride in having fixed a small lock in the dialling wheel in order to prevent any of his children (but mainly the only female, who hapenned to be my mother) from causing an unaffordable, ergo undesirable, expense.

It's a tiny room, like I say. We can see a thick mist composed by grey fragments that become flexible but seem weak like an old lady's hair lock. It floats in the void forming a sort of (una suerte de) curtain that could anticipate both a thriller or a rather dull stoner's everyday scenario. For the sole reason that we are dreamers we are going to stick to the thriller option, only we are going to be left behind without learning the real end of the story.

Oh, and a typewriter. A red one, sure, but with latin alphabet because I still haven't mastered the required skills to write in the unwelcoming language of the country that has paradoxically insisted to be and remain friends with me since Day 1.

Do I want to make it a whole deal? Well then I just add a gramophone in the picture and I go wild and my body is not that of a man nor a woman no more because all it can do right now and during all the forevers that await those who are patient and sweet is wiggle its hips to the swing, with it, around it, on and on, endlessly enough for an awakened soul to understand.

Really messy hair and the image of our tongues entangled and warm, playful and happy because they let go of the tiresome need to always find the right words and guide them in the right direction.


domingo, 24 de enero de 2016

A bloody ride

So the people were not really used to her strange way of hitch-hiking ("bitch-hiking" as she preferred to call it).

Fuck those losers. As far as she was concerned they could all go and get a life. After all, she would gladly take it from them when the opportunity arose. On the road, on those four wheels that constituted the scenario where she was best at for murdering someone.

It was amusing and thrilling, it was an unprecedented procedure. It would definitely help her get a big name amongst the rest of the white trash she had been forced to cohabitate with since her early childhood years.

Time for revenge. Time for questioning the next douchebag to a slow merciless death somewhere random in the United States of America.




De los huecos del lenguaje

Ocurrió en un fin de semana bello y con luna llena. Se enamoró de sí misma con mayor intensidad de la que conocía hasta entonces y a base de reflejarse y mantener conversaciones de cierta profundidad sustentadas en los tres pilares de toda incipiente madurez: emociones, psicología colectiva y realismo.

Aquel refugio, regalo divino, la ayudó a contemplarse tanto como a mostrarse y a acoger serenamente intensas contribuciones ajenas (a priori raramente deseadas). A ahondar en su cartografía vital actual desde un prisma benévolo, perspectiva que constituía una importante novedad en el petate de su existencia y que, para su gran agrado, ciertamente iba en aumento.

Pero fue, sin duda, esa frase en lengua extraña la que hizo detonar la cadena de pasitos de decidido ciempiés que en un futuro más o menos inmediato la impulsarían al éxito definitivo. "I don't support peniciline" con la mirada relajada sobre el horizonte entre el mar y el cielo. Una nariz chata que se esforzaba realmente por sostener aquellas gafas para las que aún no había decidido adjetivo (¿hipster?), una cabellera leonina que acusaba pinceladas de experiencia y unos labios carnosos que padecían un sentido de la culpabilidad mucho más intenso de lo que le habría gustado percibir. La extranjera había pronunciado aquellas palabras, perdida por completo en su propia argumentación, y para ella había sido el fin inmediato de su papel de dedicada interlocutora.

Se fascinó ciegamente ante tal traducción. La francesa, la francesa contra la penicilina y no alérgica a ella. La francesa en contra de la curación de millones de infecciones bacteriológicas por medio del antibiótico que revolucionó al mundo.

No sabía la razón exacta, pero decidió conservar aquel uso fallido de la lengua común para mantener aquella díscola imagen en su fuero interno.


Somos luz

Me habla suavecito, con ese acento suyo andaluz, ya no sé ni de donde, con esas eses... Y a mi se me va la cabeza, viajo a esas tierras lejanas a las que no había vuelto desde adolescente. Y ya no puedo, hasta me sale el francés, del que no entiende ni palabra ni media, y le digo, casi susurrando:

- Non, mais il va falloir que tu t'arrêtes avec cet accent charmant a toi...-hago una pausa, acercando mi mano derecha a su mejilla- Sinon je veux devoir continuer a te parler en français, comme ça tout doucement jusqu'à que tu sens la même faiblesse aux genoux que je sens a chaque fois que ton petit accent du sud sort de ta bouche...


Me doy cuenta de que he tardado una eternidad en pronunciar la palabra bouche y que ha terminado en suspiro y más por instinto que por elección consciente, mis dedos acarician su mentón, parándose justo antes de su labio inferior, recordando súbitamente su timidez. 

sábado, 23 de enero de 2016

Wolfgang

The kettle had just finished boiling. He got up from the corner couch and walked to the kitchen to make his tea.

A milisecond before the cup touched his lips, which had been smiling in anticipation of this small pleasure, a massive explosion erupted from the other side of the living room, destroying half the kitchen as well.

The second-degree burns from the boiling hot tea all over his face began healing immediately. But still the anger he felt regarding the destruction of his brand new condo all grew into full-on rage when he realized the mug which had been broken into a million pieces, of which only remained the handle still in his right hand, had been a gift from Molly.

Wolfgang growled, teeth baring and that huge vein of his popping maddly in his forehead.

Captain Petty, in full kevlar suit and assault rifle in hand materialised himself through the five by five whole on Wolfgang's living room, trembling from head to toe.

- Mr. K, Kaser... - Capitan Petty managed to babble out.

- Paul -growled Wolfgang, squinting his eyes from pure rage, clenched yaw-, that is not OK. Not OK at all.

lunes, 18 de enero de 2016

De amor y agua fresca

- Sí, reciente. Hace un mes y medio - ofrece Margaux, con ojos vidriosos.
- ...y dieciocho días, casi dos - añade Éric, pasteloso.

Traducción: follamos como conejos. Estupendo, piensas, viva el pudor. Te preguntas si serán conscientes de que están invitando a todos sus amigos a imaginárselos en pleno chimpampún. Arreando.

Durante un mili-segundo, una parte de ti se avergüenza un poco de tu cinismo. Tú, que nunca has sido una persona propensa a la envidia, una pizca de odio malsano te corroe las venas cuando apuestas mentalmente contigo mismo. Seis meses, les das seis meses.

Ciento ochenta días de mete y saca constante. Si cuentas los polvos que habrás echado en los últimos seis años, con suerte empatáis. Mejor pensado, tres. Tres meses y van que chutan, no les das ni un día más.

Tú puede que no mojes el churro lo que solías, por no decir nunca, pero tampoco es para que este par de tortolitos de mierda te lo restrieguen por toda la jeta.

Ella le acaricia la nuca cuando el tono burlón de la conversación recae sobre la última patochada del berzas de Éric.

Vomitarías el aperitivo sobre tu plato. Estaría más que justificado, te dices. Las mini quiches -congeladas, te juegas el cuello-, estaban rancias, de todas formas.

Tu mirada viaja de la sonrisa bobalicona de él a los ojitos de embobada de ella. Por mucho que intentes no juzgar, ella da la impresión de ser una cabeza hueca. Con su deje infantiloide y un marcado carácter difícil que se deja entrever cuando Éric se atreve a respirar demasiado fuerte.

En el camino tus ojos se cruzan con los de tu parienta, que no ha perdido ni ripio de tu lucha interior.

- Pero bueno, entonces es algo serio, ¿no? Quiero decir, conociéndote, Margaux... Estás batiendo récords - pincha ella, sonrisa socarrona dibujada en su cara. Esa es mi chica, dales bien.

Éric se chapuza en su móvil, haciéndose el longuis. Cualquiera diría que Margaux va a infartar, le sale humo de las orejas.

Después de diez interminables segundos de balbuceos, Margaux opta por una de sus risitas incómodas, obligándote a apurar tu cuarta copa de vino y a servirte una más que generosa quinta.

Ésta no es más tonta porque no se entrena.

A pesar de

Y porque parece ser que no puedo obviarte, este pseudosalto al vacío, que creo haber perpetrado a mi propia cuenta y riesgo, se carcajea recurrentemente en mi cara cada vez que se le antoja resaltar tu juventud.

Que lo que he topado en ti me desborda, que me ha acabado vendando los ojos para hacerme ver tonterías con todo lujo de detalles. Que el sabio Heráclito se regocijaría con nuestra relación, pues no existe un extremo sin la existencia de su opuesto, y de ello es viva prueba el sinvivir que acuso por ti.

Pero el sabio adorado decidió huir al monte y llevarse con él su desprecio por la raza humana, cuando yo lo que verdaderamente anhelo es fundirme contigo y que ni una atrevida brisa encuentre el espacio por el que colarse entre nosotros. Deseo devorarte, como hizo cierto dios del Olimpo (¿Zeus? ¿Urano?) con sus hijos.

Sufro un ávido apetito de tú, que me consume a todas luces y a diario, si bien también nocturnamente. Mi físico arde a fuego lento, que es el fuego que más cre(m)a, en términos de largo plazo, y últimamente me sorprende con instantes de grito ahogado en los que muere de pasmo, placer y nube.

Todo es cíclico.

Una mofa.

Acércame el disfraz de payasa.

Doble tirabuzón hacia delante, con penetración (no doble -aún no estamos en ese punto).

Necesito masticarte la cara, duende mío. Y observar tus hazañas. Ríndete, ríndete ya.

viernes, 15 de enero de 2016

Blank and full

Let me say I just feel blank.

Only a piercing headache seems to be persistent enough to persuade me of the fact that I still got some sort of life inside of me. The quality of fluffy, and simultaneously blunt, of everything around me, has skyrocketed to a point that I’ve settled to think of as bittersweet aloofness for the time being.

Detachment has won me over without much resistance on my part. All is a circle.

I would dare to claim that, by now, I have safely developed the ethyl ability of allowing certain substances work their magic into my organism in the way a creek penetrates the soil and reaches the depths, the roots of the trunk, for nurturing purposes. In a smooth and loving fashion, knowing exactly what to do.

Which reminds me I recently came across a poetic passage that asserted that the best way of showing your fondness for someone consists of finding the cracks in their souls and then pouring your love in them. It appears to come in as a handy comparison.

Moist as I might feel on the inside, my outside skin is determined to act waterproof. Oh it has cracks alright, but it shows no intention of welcoming strange elements that entail the risk of bringing back to life familiar wounds. It would rather cannibalize itself until the moment comes.

We are in blossoming terms with each other.