lunes, 13 de abril de 2015

Al filo

Ha vuelto. Y con fuego en el cabello, ha vuelto. Mierda. No sé dónde meterme, por eso en cuestión de segundos me transformo en un sujeto de dientes repiqueteantes, intensos calambres estomacales y piedras en la garganta que ansía marcharse corriendo, pero que solo es capaz de quedarse con las suelas ancladas al sueño. Al suelo. Ella, ajena a mi pánico -o eso hace ver-, por diosa, por vieja alma, por huracán y porque juega con ventaja y lo sabe, saluda al resto de mis acompañantes como si no le fuera la vida en ello. Ha pasado unos meses fuera del país. Ha estado viviendo mundo, ha vuelto con la mochila un poco más llena y la piel un poco más bronceada y más dura. Ha vuelto para quedarse y lo proclama a los cuatro vientos. Y yo aquí, y yo con estos pelos. Soy extremadamente consciente de que esa mujer soy yo, mi entidad masculina, en un cuerpo de hembra. Ambos lo hemos aceptado hasta el punto de que evitar a toda costa el contacto visual o epidérmico a cualquier nivel se ha establecido ya como la única barrera, absolutamente indispensable, que evitará la expansión de un incendio que prevemos de dimensiones espectaculares. Y es que, cuando dos seres así llegan a unirse, aunque sea por un segundo, los cimientos del mundo se tambalean y las consecuencias son sin precedentes. Y tal prohibición, consensuada no más que en secreto, aumenta exponencialmente el deseo, es evidente. Las oscuras miradas furtivas se van abriendo paso más punzantes, peligrosas. Los contoneos de la anatomía se dirigen hacia el cazador, que es a su vez la presa, para trasladar el aroma de una posible victoria mutua, de ese proyectado encuentro. Hablo de la fragancia mortal y cálida de la sangre a borbotones que satisfará la avidez y acallará los suspiros (al menos, temporalmente). Somos panteras gemelas que estudian sibilinamente a su festín. Las dos viéndose ganadoras y sin embargo las dos vulnerables porque lo dan todo en todo y lo toman a dentelladas. Nadie puede asegurarles que no vayan a salir desgarradas, si bien ese sería un placer que merecería la pena. Lo saben y lo evitan. En las distancias cortas es donde este juego se revela especialmente arriesgado. Sin trampa ni cartón, a base de ataques certeros, continuaremos tanteando al amante-rival hasta que el cuerpo o la cabeza aguante. Como dos animales que experimentan la lucidez de la que les dota el apetito voraz, el resultado deberá ser trágico pero acertado.