sábado, 6 de agosto de 2016

Muere, repelente

Suele ocurrirme tras alguno de mis escarceos amorosos. Me convierto en Nadie. Pierdo rostro, alma, extremidades, voluntad. La energía que normalmente me impulsa decide estancarse y transformarse también, pero ella se transforma en Algo, en Algo Totalmente Horroroso.

Básicamente, mi pecho (el templo de mi alma o mi caja torácica, si preferimos contemplarlo en términos meramente corpóreos) se fractura de un modo salvaje y conocido al que, paradójicamente, no logro acostumbrarme. Tras una serie de intentos de contención, que nunca cesan, la lava volcánica arrasa con todo. Retumban himnos fúnebres como de derrota de guerra que de repente me exigen un llanto viscero-universal por todos y cada uno de los dolores de la raza humana jamás soportados, se suceden vistosos flagelamientos que tienen que demostrar que aquí se está sufriendo, se abren heridas sin cicatrizar que chorrean sangre.

Y luego, como digo, me convierto en Nadie. Cesan los sonidos, los deseos, las preguntas, casi hasta las funciones vitales. Respiro por pura inercia, veo porque mis ojos están abiertos. Soy un testigo totalmente pasivo tanto de lo que ocurre a mi alrededor como de mi propia existencia. Me domina solamente una especie de fuerza oscura y pestilente, una suerte de humo negro que toma forma humana con el único objetivo de trepar por mi espalda e instalarse sobre mis hombros para rodear mi cuello con sus asquerosos brazos y piernas y dedicar todo su empeño a asfixiarme.

Me obliga a caminar por ahí con al mirada clavada en el suelo y un evidente gesto compungido que me resulta muy molesto.