lunes, 18 de enero de 2016

A pesar de

Y porque parece ser que no puedo obviarte, este pseudosalto al vacío, que creo haber perpetrado a mi propia cuenta y riesgo, se carcajea recurrentemente en mi cara cada vez que se le antoja resaltar tu juventud.

Que lo que he topado en ti me desborda, que me ha acabado vendando los ojos para hacerme ver tonterías con todo lujo de detalles. Que el sabio Heráclito se regocijaría con nuestra relación, pues no existe un extremo sin la existencia de su opuesto, y de ello es viva prueba el sinvivir que acuso por ti.

Pero el sabio adorado decidió huir al monte y llevarse con él su desprecio por la raza humana, cuando yo lo que verdaderamente anhelo es fundirme contigo y que ni una atrevida brisa encuentre el espacio por el que colarse entre nosotros. Deseo devorarte, como hizo cierto dios del Olimpo (¿Zeus? ¿Urano?) con sus hijos.

Sufro un ávido apetito de tú, que me consume a todas luces y a diario, si bien también nocturnamente. Mi físico arde a fuego lento, que es el fuego que más cre(m)a, en términos de largo plazo, y últimamente me sorprende con instantes de grito ahogado en los que muere de pasmo, placer y nube.

Todo es cíclico.

Una mofa.

Acércame el disfraz de payasa.

Doble tirabuzón hacia delante, con penetración (no doble -aún no estamos en ese punto).

Necesito masticarte la cara, duende mío. Y observar tus hazañas. Ríndete, ríndete ya.