viernes, 25 de abril de 2014

Nueva base de operaciones

Es un piso amplio. La característica que acapara su descripción de manera más inmediata es su luminosidad, el color blanco que todo lo cubre y lo llena. Esta afirmación niega que el blanco sea la ausencia de color, en este caso. Es, por el contrario, la confluencia de infinitas partes de historias, diálogos o monólogos, estados emocionales transitorios o prolongados, sinergias, combinaciones o divergencias, bellezas y ruindades inherentes a la humanidad. Está dividido de manera horizontal por un largo pasillo. Mi rasgo favorito de este, el que va a ser mi nuevo hogar (aparte de su blanca luminosidad), es que esconde y ofrece recovecos inimaginables. Secretos, de una original disposición, aparentemente añejos pero al mismo tiempo de una practicidad, que, a mi ver, es destacable. Se compone de cinco dormitorios -algunos con balcón propio-, un despacho, una cocina, una galería, un aseo, un baño, un salón-comedor y una hermosa terraza. En ella cohabitan plantas aromáticas, hortalizas, una mesa de madera con su correspondiente par de sillas, para uso y disfrute en los días soleados (que son, deliciosamente, casi todos), un tendal del cual pende la colada de cualquiera de los numerosos inquilinos, una bicicleta que descansa dada la vuelta sobre su sillín, y, finalmente, los tres o cuatro objetos decorativos que son casi obligados en cualquier vivienda. Por cierto, es un tema, la decoración, del lugar del que os hablo, digno de un breve análisis. Calificarla con uno u otro adjetivo responde, únicamente, a la visión y experiencia subjetiva de la que en este momento pulsa las teclas. Habiendo aclarado esto, diré que la encuentro una decoración ciertamente delicada, con toques dadá y artístico-literarios que debo confesar me fascinan desde el primer instante. Creo que también me cautiva la ausencia, desconozco si premeditada o natural, de excesos, ya sea en forma de tonos estridentes o cualquier otro elemento. Es lo más parecido a un lugar para enamorarse.

jueves, 24 de abril de 2014

Destrózala

Mientras un conocido programa de reproducción musical en línea me anuncia por segunda vez en dos días "el mejor álbum de reggaetón de todos los tiempos" (a lo que yo suelo responder automáticamente deslizando mi dedo índice sobre ruedecita del volumen hacia el símbolo de menos), surfeo sobre el tecno que retumba entre las paredes de mi habitación y la imagino. Dentro de una sala oscura, iluminada solo intermitentemente por los abruptos destellos de colores locos de los focos que animan la noche, y la avidez de excesos, su cuerpo. De una delgadez extrema, angulosa, pálida, su cuerpo reptiliano serpentea sin fin dibujando formas y patrones del ritmo, de la vida, que nadie más entiende ni es capaz de reproducir. Articulaciones, extremidades y músculos al servicio de la música, ofreciéndole voluptuosamente su culito mojado, cual gatita desesperada en celo. Y el culo de las articulaciones es penetrado al compás, una, dos, tres, trescientas veces, mil quinientas, porque nunca es suficiente, porque cada embestida del sonido es necesaria igual que la anterior. Su cuerpo, es evidente, transpira. Mucho. Está cubierto, en todos los recovecos de su anatomía, por una viscosa capa de sudor que la hace sentir, podría decirse, bastante lubricada. Rubor, respiración agitada, dispuesta a todo. Leona total. ¿Deshecho o hedonista aventajada del siglo XXI? Quizá lo medite de madrugada, volviendo a casa sola, soltera, desahogada, mansa, post-orgásmica. Tranquila, dueña. Arrastrando las zapatillas de deporte desgastadas por más aventuras de ese tipo, y otras diurnas. O quizá no, quizá se deslice al día siguiente dejando el resto atrás, por experimentada, por perra vieja. Por sabia, maldita sea.

martes, 22 de abril de 2014

Sobre el deseo

Dicen que las almas gemelas harán lo imposible por encontrarse. Yo digo: ¿qué? Por encontrarse con quién. Lemas bobos aparte, yo estoy convencida de que me deseas tanto como yo. Los budistas sostienen que el deseo es la base de todo sufrimiento, y no puedo decir que esté sufriendo, pero sí encuentro irritantes y absurdas ciertas situaciones en las que me veo inmersa. Mi red neuronal no consigue comprender por qué parece ser lo más adecuado esforzarse por soltar, cuando todo lo que anhelo es poseerte. Bien durante un breve periodo de tiempo, de forma principalmente carnal (aunque no excluyente de otras formas, sino complementaria), bien por toda la eternidad, lo mismo me da (en la última, no creo). Por qué, digo, se supone que debo fingir despreocupación en cuanto a tener noticias tuyas o gestos que me resultan, realmente, muy agradables, por ejemplo En otras palabras: ¿qué mierda es esta? Lo dos conocemos nuestros deseos, y los dos somos valientes como para llevarlos a cabo en otros muchos y grandes sentidos. Qué pasa, entonces. Me niego en rotundo a reproducir el patrón de culpabilidad femenina, ese tan conocido, que obliga a reconocer que toda sensación de romance se trata de un auto engaño tontorrón, de una ilusión que solo es producto de esa necesidad primaria que tenemos las todas las mujeres (heterosexuales, al menos, en alguna medida) de aferrarnos a un complemento masculino que nos guíe y nos proporcione un sujeto que, en última instancia, nos haga sentir protegidas, bellas, y, odio decirlo, "reconocidas". Coged las riendas, maldita sea. De acuerdo, estoy cayendo en uno de los recursos más pobres para argumentar cualquier exposición, estoy generalizando, y admito que es un craso error. Coge, pues, las riendas, por favor. Coge las riendas, ya, dirígeme hacia cualquiera de los caminos que realice nuestra emoción compartida, nuestra bendita brutal atracción. Debemos bendecirla, sin duda, y si no quieres creerme, ya lo verás. Es más. Deberías fijar las riendas de las que te hablo a mis caderas y cabalgarme prolongada y bestialmente. Empiezo a estar cansada de rodeos.