sábado, 23 de junio de 2007

Round goblets of arrogance

Iah and Jhrea were found as newborn babies in a garbage disposal container, their tiny bodies next to one another. Fast asleep, their little fragile heads pressed together. Everybody would assume someone left them there. But Iah and Jhrea weren't abandonded. They were born in that garbage container. They were born from the garbage.

Now, this might be a little hard to believe. With no proof. But the fact is most trash container abandoned babies usually still have their umbilical cords attached and more often than not suffer from hypothermia, pretty much always needing to be hospitalized for some time. As for Iah and Jhrea's case, not only were they in perfect health -for they were, after all, still resting in their peculiar womb-, but also conspicuously appeared to never have had any umbilical cord attached to their abdomen in the first place, as they didn't have the slightless hint of a navel.

No birthing scars had Iah and Jhrea. This would appear to be an inconvinience from the start, as navels serve as a way of telling identical twins apart in the absence of identifiable marks. Which was the case of these navel-less girls. Although they were no twins, for they weren't really sisters to begin with. But as they were, after all, born from the same pile of waste, their resemblance was unmistakably uncanny. Much so being them newborns.

Life circumstances and distinguishing difficulties caused them to be separated. And separated they grew up beautifully. Separated, but equally clumsy.

Terribly clumsy. As clumsy as only Gods on Earth can be. Gods, you see, have no navels. They're born only from the divine, with no nutrient tube whatsoever. And so, having no center marked in their physical bodies, they can't get a firm enough grip to the ground. And so they tend to fly off a bit, along with their minds.

In her early twenties, Jhrea gave in to social pressure and had an umbilicus surgically carved right in her exact center of gravity, thus making it fairly impossible for Iah to recognize Jhrea as her other half. Making it up to herself to either see in Iah the part that had been always missing from her, or to completely turn her back on who she was, what she wanted and needed. Conceal her birthing lack of belly button was all she needed to do.

As if.

martes, 19 de junio de 2007

Nadia y el fin del mundo

Sólo un grupo de refugiados budistas cuyas almas se reencarnen interminablemente en las sucesivas ruedas kármikas-recordatorio de que aún les quedaban faltas por arreglar en su vida anterior serían capaces de llegar a imaginar, por un momento, la pesada broma que Nadia se ve obligada a vivir un día tras otro.

Esta criatura prepúber de 12 años posee todas las características que los niños de su edad comparten, excepto un terror al sueño y unas consecuentes grandes ojeras que le hacen, irremediablemente, convertirse, como mínimo, en una prepúber poco común. Nadia nunca ha conocido la despreocupación total que los demás niños disfrutan como modo de vida natural (y, por tanto, ignoran totalmente); esta realidad exterior no tiene lugar en su pequeño universo, del mismo modo que el estupor particular de cada una de sus mañanas no tendría cabida ni en las fantasías más atrevidas de sus pánfilos pero excitados coetáneos.

¿Qué le pasa a Nadia, pues, para ser tan diferente? Nadia tiene la extraordinaria discapacidad física de despertarse cada mañana con la falta invariable de un miembro diferente de su cuerpo. Cuando ella nació, todo parecía estar de una pieza, hasta que los primeros cambios empezaron a advertirse pasado algún tiempo. Al principio, los embelesados padres no notaron nada fuera de lo normal en el diminuto cuerpecito de su bebé. Arropado en tal laberinto pañales y pequeñas mantas y envuelto por el fervor materno propio de las primeras semanas, un cuerpo de bebé es prácticamente imposible de destacar por ninguna anormalidad. Es un hecho contrastado que cualquier bebé del mundo podría aterrizar en el mismo agitando sus dos cabezas, tres pares de brazos y piernas, que los orgullosísimos papás no repararían más que en la simpática calvita de su retoño.

No fue diferente en el caso de Nadia. Simplemente, en su primer cumpleaños, amaneció con un brazo de menos. Los progenitores pusieron, como es de entender, el grito en el cielo, se mostraron muy preocupados ante la posibilidad de que su hija se fuese desintegrando con el paso de cada noche. Ellos habían trabajado por engendrar una niña, habían cumplido su parte, y aquéllo de que, por arte de magia, sus pequeñas piezas fuesen desapareciendo, no les hacía ninguna gracia. Habían invertido en el lote completo, y no se merecían, por lo tanto, ni un miembro menos.

De este modo expusieron su preocupación los individuos al pediatra de guardia, que examinó detenidamente el mermado tronco de la juguetona paciente, ajena a todo el revuelo que se había organizado a causa de su brazo, ahora ausente, para proferir su diagnóstico momentos después. Lo hizo con una mueca de perplejidad que se imaginaría infrecuente en un individuo de tal edad y experiencia en el campo:

¾Esta niña padece el Síndrome del Fin del Mundo, el famosísimo SFM, señores. Tomen asiento.

Y así fue cómo los anonadados padres de Nadia aprendieron todo lo que debían saber sobre la nueva compañera de lecho de su hija, que le iría restando, invariablemente, un miembro diferente en cada nuevo amanecer. El lado bueno era que, hasta que el momento de la total desaparición del cuerpo de la pequeña llegara, podían exhibirla en varios museos o parques temáticos de la ciudad (no olvidemos que al comienzo de este relato, la criatura tiene 12 años, un período que puede dar para mucho económicamente), lo que posteriormente les ayudaría a irse de vacaciones en una vuelta al mundo que borraría para siempre este mal capítulo de sus vidas que, para empezar, ninguno de los dos había solicitado experimentar.

lunes, 4 de junio de 2007

Carne cruda

No sé qué tiene la carne cruda que siempre me ha atraído. Hace relativamente poco un semidiós se me apareció en un sueño y me conminó a inciarme en cierto rito cárnico-nocturno.

Éste consistía en la ingesta de tres onzas y media de carne cruda con los tres toques de alarma que daba el reloj ritual, el cual desenterré del macetón de una palmera que se encontraba en el lobby de cierto hotel de lujo. Esto, por supuesto, también me había sido indicado por vías oníricas.

El reloj era un misterio en sí. No tenía ningún botón, ninguna ruedecilla, ningún tipo de control, rendija, ranura, endidura o marca alguna que indicara que fuese un objeto artificial, creado por mano humana. O cualquier otro tipo de mano, para el mismo caso. Su esfera tampoco parecía estar encajada o montada sobre el resto del cuerpo. Era un todo compacto y perfectamente hermético. Así como sus manecillas, que parecían emanar del centro de la cara del reloj, como diminutos y raquíticos miembros que por alguna inexplicada razón sólo tenían autonomía suficiente como para moverse a ritmos constantes y sincronizados, de forma ininterrumpida. Parecía como si estuviera vivo.

La cantidad de carne no podía ser aproximada, debía ser exacta. No se requería, por el contrario, ningún tipo específico de la misma.

Adquirido pues el peso indicado en ternera, me dispuse a aguardar la señal indicada. Al sonar el primer chillidito comprendí que debía tomar una onza con los cortos, onza y media con los dobles. Chillidito y cinco cuartos después, toda la carne había desaparecido, y descansaba ahora en mi estómago.

Un rumor de tambores empezó a resonar lejano en mi oído. Un ritmo único y repetitivo, que fue intensificándose poco a poco hasta cegarme por completo. La oscuridad de mis sentidos se tornó intensamente verdosa, y pude reparar en la posición en que me encontraba.

Me distinguí de rodillas, sobre el suelo de una habitación totalmente distinta. Las acolchadas paredes comenzaron a bailar, cerrándose sobre mí. La sensación de ahogo y abrasión que me sobrevino seguidamente sólo se puede calificar de violenta.

Las luces de mi consciencia se apagaron repentinamente. Al volver a encenderse mi cabeza daba vueltas y mi visión estaba emborronada. Antes de que pudiera situarme me rozó de pasada alguien que no podía estar ahí. Me froté los ojos, incrédula, y puse empeño en enfocar.

Reconocí la calle. Alzando la vista pude ver luz en la ventana del salón de mi antiguo piso. En ese momento comprendí que había vuelto a aquella noche. De acuerdo con el reloj de la farmacia faltaban unos minutos para que salieras de ese portal. No podía creerlo, sólo tenía que esperar.

Sentí abandonarme las fuerzas de nuevo. Luché contra el sopor todo lo que pude, llena de rabia y frustración. La realidad que me rodeaba se ralentizaba y por más que me esforzaba no conseguía quedarme. Seguí luchando por lo que me pareció una eternidad. Rendida, me dejé ir finalmente.

Desperté cubierta en sudor sobre el suelo alicatado de la cocina. Sabía lo que había ocurrido, esto era sólo una muestra de lo que podía alcanzar. Si quería llegar más lejos, tendría que estar dispuesta a pagar el precio.

Vaya si lo estaba.

domingo, 3 de junio de 2007

Dígitos vespertinos - Primera parte

Apoyada en el marco de la ventana, la mano derecha sujeta el cigarro mientras el incisivo izquierdo muerde el labio inferior, humedecido previamente por la lengua. La nariz expulsa el humo gris mientras el cerebro cumple su función habitual. Lo sorprendente de la escena es que el dedo índice de la mano izquierda se posa en la parte superior de su brazo contrario, aterrizando sobre uno de los minúsculos lunares que descienden en imposibles constelaciones hacia el antebrazo y dibujan un laberinto que probablemente se extiende por todo el cuerpo.

Todo comienza, pues, con la punta digital acariciando inconscientemente la tostada piel de comienzos del verano. Es sorprendente cómo se pueden adivinar las estaciones del año sobre la piel de una persona.

El cigarro se consume, imperturbable, mientras el dedo continúa su recorrido en un zig zag que va en aumento. Se trazan y enlazan toda suerte de geometrías: espirales, óvalos, números primos, triángulos agudos, líneas rectas e infinitas. La brisa vespertina proveniente de la calle provoca un estremecimiento de los hombros desnudos, y una repentina crispación del escaso vello pectoral que va acompañada, inevitablemente, de un endurecimiento de los pezones.

En el cielo de fuera ya no se puede ver ningún signo del día que está pronto a desaparecer. Los restos mortales del que solía ser un cigarro yacen en el patio interior, y la escena se traslada a un pequeño cuarto con cama, iluminado por una luz anaranjada demasiado agresiva. La posición corporal pasa al plano horizontal, lo cual es agradecido por los lánguidos miembros que descansan sobre el colchón. La mirada está ahora fijada sobre el techo de escayola. Pero el dedo sigue su camino, que se ha transformado en subida.

Deteniéndose en la frente, la palma se abre y, apartando el pelo hacia las sienes, convence a los párpados para que arropen los globos oculares y permitan un comienzo del primer acto a telón bajado. Deslizándose por la hendidura que conduce al labio superior, el índice, perpendicular a la boca, es el protagonista de un símbolo del silencio que dura tan sólo un instante. El objetivo más próximo es el mentón, que precede a la inexistente nuez (por ser femenina) divisora de tu garganta e invertido tobogán rematado por la uve de tu clavícula. Como elementos flanqueantes y atentos, tus pálidos pechos que no superan en tamaño a melocotones maduros y están coronados por aureolas casi infantiles del color de un caramelo de toffee. Huelga decir que no existe un surco entre ambos, de modo que el dedo explorador sólo se ve guiado por la quieta amabilidad del esternón y la suavidad de la inminente barriga.

El ombligo merece especial atención.