jueves, 24 de abril de 2014

Destrózala

Mientras un conocido programa de reproducción musical en línea me anuncia por segunda vez en dos días "el mejor álbum de reggaetón de todos los tiempos" (a lo que yo suelo responder automáticamente deslizando mi dedo índice sobre ruedecita del volumen hacia el símbolo de menos), surfeo sobre el tecno que retumba entre las paredes de mi habitación y la imagino. Dentro de una sala oscura, iluminada solo intermitentemente por los abruptos destellos de colores locos de los focos que animan la noche, y la avidez de excesos, su cuerpo. De una delgadez extrema, angulosa, pálida, su cuerpo reptiliano serpentea sin fin dibujando formas y patrones del ritmo, de la vida, que nadie más entiende ni es capaz de reproducir. Articulaciones, extremidades y músculos al servicio de la música, ofreciéndole voluptuosamente su culito mojado, cual gatita desesperada en celo. Y el culo de las articulaciones es penetrado al compás, una, dos, tres, trescientas veces, mil quinientas, porque nunca es suficiente, porque cada embestida del sonido es necesaria igual que la anterior. Su cuerpo, es evidente, transpira. Mucho. Está cubierto, en todos los recovecos de su anatomía, por una viscosa capa de sudor que la hace sentir, podría decirse, bastante lubricada. Rubor, respiración agitada, dispuesta a todo. Leona total. ¿Deshecho o hedonista aventajada del siglo XXI? Quizá lo medite de madrugada, volviendo a casa sola, soltera, desahogada, mansa, post-orgásmica. Tranquila, dueña. Arrastrando las zapatillas de deporte desgastadas por más aventuras de ese tipo, y otras diurnas. O quizá no, quizá se deslice al día siguiente dejando el resto atrás, por experimentada, por perra vieja. Por sabia, maldita sea.