domingo, 3 de junio de 2007

Dígitos vespertinos - Primera parte

Apoyada en el marco de la ventana, la mano derecha sujeta el cigarro mientras el incisivo izquierdo muerde el labio inferior, humedecido previamente por la lengua. La nariz expulsa el humo gris mientras el cerebro cumple su función habitual. Lo sorprendente de la escena es que el dedo índice de la mano izquierda se posa en la parte superior de su brazo contrario, aterrizando sobre uno de los minúsculos lunares que descienden en imposibles constelaciones hacia el antebrazo y dibujan un laberinto que probablemente se extiende por todo el cuerpo.

Todo comienza, pues, con la punta digital acariciando inconscientemente la tostada piel de comienzos del verano. Es sorprendente cómo se pueden adivinar las estaciones del año sobre la piel de una persona.

El cigarro se consume, imperturbable, mientras el dedo continúa su recorrido en un zig zag que va en aumento. Se trazan y enlazan toda suerte de geometrías: espirales, óvalos, números primos, triángulos agudos, líneas rectas e infinitas. La brisa vespertina proveniente de la calle provoca un estremecimiento de los hombros desnudos, y una repentina crispación del escaso vello pectoral que va acompañada, inevitablemente, de un endurecimiento de los pezones.

En el cielo de fuera ya no se puede ver ningún signo del día que está pronto a desaparecer. Los restos mortales del que solía ser un cigarro yacen en el patio interior, y la escena se traslada a un pequeño cuarto con cama, iluminado por una luz anaranjada demasiado agresiva. La posición corporal pasa al plano horizontal, lo cual es agradecido por los lánguidos miembros que descansan sobre el colchón. La mirada está ahora fijada sobre el techo de escayola. Pero el dedo sigue su camino, que se ha transformado en subida.

Deteniéndose en la frente, la palma se abre y, apartando el pelo hacia las sienes, convence a los párpados para que arropen los globos oculares y permitan un comienzo del primer acto a telón bajado. Deslizándose por la hendidura que conduce al labio superior, el índice, perpendicular a la boca, es el protagonista de un símbolo del silencio que dura tan sólo un instante. El objetivo más próximo es el mentón, que precede a la inexistente nuez (por ser femenina) divisora de tu garganta e invertido tobogán rematado por la uve de tu clavícula. Como elementos flanqueantes y atentos, tus pálidos pechos que no superan en tamaño a melocotones maduros y están coronados por aureolas casi infantiles del color de un caramelo de toffee. Huelga decir que no existe un surco entre ambos, de modo que el dedo explorador sólo se ve guiado por la quieta amabilidad del esternón y la suavidad de la inminente barriga.

El ombligo merece especial atención.