martes, 19 de junio de 2007

Nadia y el fin del mundo

Sólo un grupo de refugiados budistas cuyas almas se reencarnen interminablemente en las sucesivas ruedas kármikas-recordatorio de que aún les quedaban faltas por arreglar en su vida anterior serían capaces de llegar a imaginar, por un momento, la pesada broma que Nadia se ve obligada a vivir un día tras otro.

Esta criatura prepúber de 12 años posee todas las características que los niños de su edad comparten, excepto un terror al sueño y unas consecuentes grandes ojeras que le hacen, irremediablemente, convertirse, como mínimo, en una prepúber poco común. Nadia nunca ha conocido la despreocupación total que los demás niños disfrutan como modo de vida natural (y, por tanto, ignoran totalmente); esta realidad exterior no tiene lugar en su pequeño universo, del mismo modo que el estupor particular de cada una de sus mañanas no tendría cabida ni en las fantasías más atrevidas de sus pánfilos pero excitados coetáneos.

¿Qué le pasa a Nadia, pues, para ser tan diferente? Nadia tiene la extraordinaria discapacidad física de despertarse cada mañana con la falta invariable de un miembro diferente de su cuerpo. Cuando ella nació, todo parecía estar de una pieza, hasta que los primeros cambios empezaron a advertirse pasado algún tiempo. Al principio, los embelesados padres no notaron nada fuera de lo normal en el diminuto cuerpecito de su bebé. Arropado en tal laberinto pañales y pequeñas mantas y envuelto por el fervor materno propio de las primeras semanas, un cuerpo de bebé es prácticamente imposible de destacar por ninguna anormalidad. Es un hecho contrastado que cualquier bebé del mundo podría aterrizar en el mismo agitando sus dos cabezas, tres pares de brazos y piernas, que los orgullosísimos papás no repararían más que en la simpática calvita de su retoño.

No fue diferente en el caso de Nadia. Simplemente, en su primer cumpleaños, amaneció con un brazo de menos. Los progenitores pusieron, como es de entender, el grito en el cielo, se mostraron muy preocupados ante la posibilidad de que su hija se fuese desintegrando con el paso de cada noche. Ellos habían trabajado por engendrar una niña, habían cumplido su parte, y aquéllo de que, por arte de magia, sus pequeñas piezas fuesen desapareciendo, no les hacía ninguna gracia. Habían invertido en el lote completo, y no se merecían, por lo tanto, ni un miembro menos.

De este modo expusieron su preocupación los individuos al pediatra de guardia, que examinó detenidamente el mermado tronco de la juguetona paciente, ajena a todo el revuelo que se había organizado a causa de su brazo, ahora ausente, para proferir su diagnóstico momentos después. Lo hizo con una mueca de perplejidad que se imaginaría infrecuente en un individuo de tal edad y experiencia en el campo:

¾Esta niña padece el Síndrome del Fin del Mundo, el famosísimo SFM, señores. Tomen asiento.

Y así fue cómo los anonadados padres de Nadia aprendieron todo lo que debían saber sobre la nueva compañera de lecho de su hija, que le iría restando, invariablemente, un miembro diferente en cada nuevo amanecer. El lado bueno era que, hasta que el momento de la total desaparición del cuerpo de la pequeña llegara, podían exhibirla en varios museos o parques temáticos de la ciudad (no olvidemos que al comienzo de este relato, la criatura tiene 12 años, un período que puede dar para mucho económicamente), lo que posteriormente les ayudaría a irse de vacaciones en una vuelta al mundo que borraría para siempre este mal capítulo de sus vidas que, para empezar, ninguno de los dos había solicitado experimentar.