Por aquel entonces vivía en el barrio ateniense de Pagkráti con mi amigo más íntimo y su pareja. El piso que habitábamos era espaciosísimo y luminoso y casi siempre olía a café griego recién hecho, debido al insomnio crónico que aquejaba a Pános. Recuerdo que me costó años aprender a hacerme una taza decente de aquel café, que los griegos proclaman griego y los turcos reclaman turco, pero que, en cualquier caso, requiere una técnica tradicional que siempre me ha recordado, en cierto modo, a la del mate argentino.
Javier, mi amigo, pionero de nuestra aventura griega y principal
culpable de que mi inocente visita a Atenas terminase por convertirse en una maravillosa
estancia indefinida, apenas pasaba por casa. Compaginaba varios trabajos que le
hacían correr de acá para allá todo el día y siempre regresaba en torno a la
medianoche, agotado, hambriento como un lobo y con un sinfín de anécdotas que
compartía conmigo en el balcón mientras fumábamos tabaco de liar. En sus
escasos días libres, su agenda estaba igual de repleta, hasta un punto que él
mismo consideraba patológico. La patología griega de explorarlo todo hacia
afuera, conjuntamente, a través de charlas en madrugadas interminables,
opiniones vehementes y un despliegue obsceno de emociones.
Pános era el compañero de Javier y la razón por la que este
había abandonado Corfú, isla del norte, cercana a Albania, que veneraba, y en
la que, después de haber trabajado duro varios veranos en el sector turístico,
había logrado formar un hogar y una familia elegida. Tras una etapa inicial de
negación, Javier había accedido a dejar atrás sus raíces de corfiota extranjero
para acompañar a Pános de regreso a Atenas, su ciudad natal. Pános se
matricularía allí en la Escuela de Cine con la aspiración de convertirse algún
día en director, sueño que Javier siempre había alentado.
Me viene ahora a la memoria un encuentro que tuve con Javier
años antes de que yo me mudase a Grecia, cuando la sola idea de ello me habría
hecho reír a carcajadas, o, como mínimo, encogerme de hombros con gesto
desconfiado. No nos veíamos desde hacía una buena temporada y yo esperaba con
avidez que me pusiera al día de su nueva vida en un país que me resultaba tan
desconocido y tan interesante, y de su nueva relación de pareja, la primera
estable y duradera que le había conocido en nuestros quince años de amistad.
Como buenos norteños, compartíamos el vínculo-cordón umbilical
con el mar Cantábrico, que invariablemente escogíamos como telón de fondo para
nuestras confidencias. En aquella ocasión tomamos un tren de cercanías hacia un
pueblo costero, dudo que ni siquiera supiésemos a cuál, porque todo lo que
deseábamos era perdernos en lo salvaje, sin horarios, ni programas, ni
expectativas, solo fluir juntos tras una eternidad sin vernos, como solamente
ocurre con las amistades de toda la vida. Pues bien, fue en un vagón de aquel
tren, con el radiante sol estival atravesando la ventana, donde Javier me habló
por primera vez de su nuevo amor: un griego guapísimo, bastante más joven que
él y con vocación de artista. Detecté inmediatamente en sus ojos ese fulgor
inequívoco del enamoramiento en ciernes, esa enajenación de los sentidos, esa
dilución del yo en el objeto de deseo, ese ego rezumante de orgullo al sentirse
anhelado por el prójimo. Creo que, en el caso de Javier, la constante en todas
sus historias amorosas siempre se trató de una cuestión de esto último. En
cualquier caso, y por no entrar en demasiados juicios de valor (¿no es
aceptación lo que ansiamos todos, al fin y al cabo?), lo que sí recuerdo
perfectamente es que, si bien me alegré por mi amigo, también sentí una profunda
punzada de envidia. He de decir también, solo con el afán de sentirme un
poquito menos mezquina, que, además de esa envidia, que me encogió un poquito
las tripas, el relato romántico de mi querido amigo me provocó cierta sensación
de alarma. Sin saber muy bien por qué, ante tanta abundancia yo percibí una ausencia,
una suerte de sombra que se cernía, amenazante, sobre su idilio.
No me equivocaría demasiado: Pános acabaría por dejar a
Javier con el corazón roto tras varias idas y venidas, de la forma más
repentina y dramática posible. A la griega.
Como decía antes, vivíamos los tres, Javier, Pános y yo, en
un agradable apartamento de Pagkráti. Yo, a decir verdad, me encontraba acogida
por ellos de manera temporal, hasta que encontrase un apartamento propio. Mi
modo de expresarles mi gratitud ante tal abrumadora hospitalidad, rasgo, por cierto,
eminentemente hispano y heleno, consistía en colaborar en la economía doméstica
con pequeñas compras, actuando de mediadora en sus habituales disputas y, en
última instancia, tratando de pasar lo más desapercibida posible. Cada día
emprendía, emocionada, una expedición turística nueva: la Acrópolis, con el
barrio de Pláka a sus pies, la zona de Exárcheia, indiscutible destino
predilecto de anarcoturistas, la plaza de Syntagma con sus habituales
manifestaciones, que, en un principio me atemorizaban pero después comprendí
inofensivas, o los mercados callejeros de nuestras inmediaciones. Los días en
que el cuerpo me pedía reposo o recuperación de alguna larga velada empapada en
licor y rembétiko, invertía todo mi tiempo en estudiar griego moderno con la
ayuda de un libro de texto que Javier me había prestado. Estos momentos de
estudio solitario fueron convirtiéndose, desapercibidos, en imprescindibles
para mí, y, en un sorprendentemente corto espacio de tiempo, terminé por
adquirir un dominio del idioma que me permitía comenzar a comprender lo que
escuchaba a mi alrededor e incluso llegar a mantener conversaciones básicas con
las personas que iba conociendo en aquella caótica metrópolis.
Mis horas de estudio coincidían, por un lado, con el turno de
tarde de Javier en una empresa multinacional de telecomunicaciones cuyas
oficinas se encontraban junto al mar, a un buen trecho de casa, y, por otro,
con el torpe despertar de Pános, quien, como ya he explicado, padecía de
insomnio crónico. Sin embargo, y como reza el refrán popular, Dios aprieta,
pero no ahoga, así que Pános tenía la fortuna de trabajar desde casa, como
diseñador gráfico, en encargos procedentes de distintas partes del mundo. La
ventaja evidente de aquello era que le permitía organizar su calendario de
entregas, y, por tanto, su descanso, en función de la zona horaria de sus
clientes, lo que le ofrecía total libertad. Sin embargo, lo que habría constituido
un lujo bien aprovechado para otros, en el caso de Pános se limitaba a permitir
y reforzar su inclinación natural al aislamiento.
Aquella tarde me encontraba sentada en el sofá cama rojo de
mi cuarto (el salón), aplicadísima en comprender el artículo determinado en todas
sus declinaciones. Disfrutaba de la gramática y de la brisa primaveral que se
colaba por el balcón, sabiéndome parte integrante de aquella desquiciada
ciudad, que luchaba, tranquilamente, eso sí, con la pachorra griega, por
funcionar, bajo un sol de justicia.
Se abre la puerta del dormitorio principal y se cierra la del
baño, lo que me devuelve abruptamente al mundo real, el del fluir de la
cisterna tras el primer pipí del día para Pános. «Dame un momento, genitivo del alma,
sabes que regresaré a tu regazo.»
Levanto la mirada,
parpadeo varias veces para resituarme en esta dimensión, la tridimensional,
inspiro profundamente el aroma a jazmín que siempre lo inunda todo y cierro el
libro. Miro el reloj. Son las 16:00. No me incorporo, solo espero. Esperar
pacientemente es parte inevitable de la vida helena, algo que ya he interiorizado
solo con dos meses de estancia en Atenas, capital de la desorganización. Desde
el pasillo me llega el καλημέρα somnoliento
de Pános, que de inmediato se dirige a la cocina para hervir el primero de los
innumerables cafés que bebe a lo largo del día mientras se fuma el cigarrillo
de rigor. Como su desayuno es la excusa perfecta para mi merienda, ahora sí me
levanto y dejo mi estudio en pausa para atacar alguno de los múltiples platos
tradicionales que su madre cocina y trae a casa cada lunes. Hoy se trata de un
apetitoso pastítsio.
-¡Buenos días! ¿Qué tal has dormido? -Qué menos que una
pequeña muestra de empatía antes de hincarle el diente a ese regalo de los
dioses.
-Buenos días… Bien… Me dormí a las tantas, ya sabes, para
variar. ¡Ay, mierda, joder! -adiós al café griego. La espuma rebosa del cacito
a borbotones por un despiste de Pános, que se lo queda mirando con gesto derrotado.
Por un segundo siento cierta ternura hacia este muchacho, por
lo cuesta arriba que se le hace la vida nada más despertarse. Así que le
ofrezco una taza de café de filtro que me ha sobrado de por la mañana y lo
acepta, yo creo que más por agotamiento existencial que por apetencia. Se lo
sirvo, con una cucharadita de azúcar, y lo coloco en su lugar de la mesa mientras
él va a su oficina a por su tabaco de liar marca Pueblo. Introduzco una pequeña
porción de pastítsio en el horno para saborear el plato en todo su esplendor y abro
la ventana de par en par. Me apoyo en el alféizar con los brazos cruzados y
cierro los ojos, dejando que el sol bañe mi rostro plácido y sonriente. De la
calle llega a mis oídos el rumor que define Atenas en todo su esplendor: un
excitante barullo de sonidos que va desde el alegre piar de los pájaros al
rugir del tráfico desordenado, pasando por unos cuantos acordes de bouzoúki
provenientes de la terraza del bar de la esquina. «Mira, de verdad, qué bien hice en renunciar a
Nueva York por iniciar una vida griega. Ni crisis ni crisas, a mí esta bohemia me
da la vida, qué quieres que te diga.» Oigo cómo Pános vuelve a la cocina, se
sienta y comienza a liar un cigarro. Me pregunta algo que no alcanzo a escuchar
bien, así que me enderezo y vuelvo a cerrar la ventana para dejar fuera el
mundanal ruido. Me giro.
-Ay,
perdona, es que este solecito me hace entrar en trance. ¿Qué me decías?
-¿Pero
tú no eres de España? ¡Deberías estar acostumbrada!
Hay
que ver qué pesada se me hace la imagen española de sangría y cuarenta grados a
la sombra. Soy de Asturias, calamar, donde llueve tanto y tan a menudo que acabamos
criando branquias.
Como
sé que una réplica de este talante sería una batalla perdida, no se lo digo,
sino que reacciono de manera bastante más benevolente.
-Ya,
tienes razón. Me están entrando ganas de ponerme a dar palmas flamencas,
fíjate. -Muy a mi pesar, y para mi desgraciada sorpresa, los griegos carecen,
por lo general, de sentido de la ironía. Así que Pános se limita a asentir con
expresión comprensiva y alarga el brazo para agarrar el mechero. -Que decía que
no te he escuchado. ¿Me has preguntado algo?
-Sí,
que qué era ese olor tan rico. -Y expulsa el humo mientras mueve el cuello de
un lado a otro para estirar las cervicales, castigadas por el uso prolongado
del ordenador.
-¡Ah!
Pues el pastítsio de tu madre, qué va a ser. Qué gran señora, tu madre. Quién
la tuviera por suegra. Es una lástima que no te gusten las mujeres de pechos
pequeños. -Le digo, palpándomelos con una exagerada mueca seductora que hace que
se le atragante el café.
Comenzamos
a reírnos a carcajadas hasta que conseguimos calmarnos y secarnos las lágrimas.
Agarro el guante de cocina, abro el horno y extraigo la bandeja con el manjar
de macarrones, carne picada y salsa de tomate. Lo traspaso a un plato y abro el
armario de los vasos para servirme uno de agua, mientras me percato de que Pános
murmura algo griego. Lo oigo en segundo plano, porque mis sentidos pertenecen
en exclusividad a las viandas que tengo enfrente, así que no sé qué ha dicho,
pero apostaría algo a que ha hecho referencia a mi castizo descaro. La griega
es una sociedad históricamente machista, que no da cabida a que una mujer se
agarre las tetas, y mucho menos para añadir realismo a una broma de contenido
sexual dirigida a un hombre, sea o no sea gay.
Justo
cuando empuño tenedor y cuchillo para dar comienzo a mi festín, de la calle se
oye una especie de cántico quejumbroso, de timbre femenino, que atraviesa los
cristales y hace que me detenga en seco. Dirijo una mirada interrogante a Pános,
que no me sirve de nada, ya que él se encuentra absorto en la pantalla del móvil,
probablemente poniéndose al día de los estrenos cinematográficos o leyendo las
noticias, una mala costumbre suya por la que siempre le reprendo. Ante su falta
de reacción, doy por hecho que han sido imaginaciones mías y devuelvo mi
atención al humeante pastítsio. Corto un pedazo y soplo para no quemarme, pero,
al llevármelo a la boca, vuelvo a oír el mismo inquietante mantra, esta vez notablemente
más nítido. Como Pános continúa inmerso en su mundo de nicotina y alfombra
roja, decido tomar la iniciativa e investigar qué está ocurriendo en el
exterior. Me levanto, arrastrando ruidosamente el taburete por la impaciencia,
y abro la ventana de nuevo con la boca llena de gloria bendita. Me lamento, por
enésima vez y para mis adentros, de que María, la madre de Pános, y yo, no
seamos parientes de primer grado, trago, y trato de localizar el origen de
aquel quejido fantástico. El volumen y la proyección de la voz, dignos de una
actriz de método, merecen todos mis respetos. Se enuncia una frase bien
articulada y repetitiva que recuerda a la alarma de un despertador: intervalos
intensos, inquietantes, imposibles de obviar. Molestos. De repente, todas mis
horas de dedicación al estudio del griego moderno acuden al rescate y consigo
discernir que la frase consta de dos componentes léxicos, de dos palabras. El
problema es que, si mi entendimiento no está errado, son dos palabras que la
gente no va gritando por ahí habitualmente, sin ton ni son, con entonación
plañidera, como si les fuera la vida en ello. Las palabras son «θέλω γάτα»[1]. No entiendo nada. Debo de llevar un buen rato
en silencio (algo muy poco propio de mí) y con el plato de comida a medio
empezar (algo definitivamente preocupante), porque Pános ha dejado de curiosear
en su teléfono para observarme detenidamente con expresión de extrañeza. Puedo
verlo por el rabillo del ojo.
-Τί κάνεις, ρε κορίτσι
μου; -Acompañada del típico gesto de dedos en
racimo apuntando hacia arriba, común a griegos, italianos y argentinos, esta
cuestión podría traducirse como: «¿Se puede saber qué haces, hija mía?»
Me
giro y le miro con el ceño fruncido, claramente sorprendida por la pregunta.
-¿No
oyes los gritos de fuera? ¿Qué coño es eso?
-¿Qué
gritos? -Hace ademán de poner la oreja y aclara -Ah, sí… Eso es que deben de
ser las 16:20. -Verifica la hora en su reloj de muñeca y se queda tan campante,
como si con eso hubiera respondido a mi pregunta.
Mi
primer impulso es suponer que esa es su idea de broma. Una broma muy dadá, fruto
de mentes enajenadas por la privación continuada del sueño. Durante un par de
segundos resulta evidente que no sé cómo reaccionar, más allá de entrecerrar
los ojos en un absurdo intento miope de potenciar mi inteligencia para entender
algo. Afortunadamente, Pános se da cuenta en seguida y se apresura a
explicarse.
-Ya
veo que todavía no has conocido a Yoko. Viene todos los días a las 16:20 en
punto, cumple con los gatos y se va. No puedo creerme que Javier no te haya
hablado de ella, con lo que os gustan a vosotros los bichos raros.
-¿Yoko?
¿Como Yoko Ono? No, no me ha hablado de ninguna Yoko. ¿Qué es eso de que cumple
con los gatos? Hijo, Pános, ¡como no me des más pistas, voy a pensar que el
pastítsio de tu madre lleva hongos alucinógenos! -Miro de refilón al plato, ya
frío, y, por un instante me asalta la duda. Eso explicaría muchas cosas, la
verdad.
-Que
no, mujer, mira, seguro que está ahí. -Se levanta, divertido, se apoya en el
alféizar junto a mí y señala el jardín de la casa de enfrente, en el que nunca
me había fijado hasta hoy.
En
efecto, en la acera hay una silueta femenina, de espaldas, que me fascina desde
el primer momento. Viste ropa negra, holgada, y su cabello, largo, oscuro y enmarañado,
está coronado por un sombrero de fieltro marrón que dota a todo el conjunto de una
indiscutible excentricidad. La mujer carga con una bolsa de plástico blanca que
contiene lo que parecen ser sobras de comida. Se agacha, no sin dificultad, y va
rellenando unos recipientes de papel de aluminio sin dejar de entonar su
cántico, que cobra ya todo el sentido. Una gran camada de gatos de todos los
colores y tamaños acude rauda al banquete.
Anonadada
como estoy observando la escena, le pregunto a Pános, en un susurro, como para
evitar que nos oiga Yoko:
-¿Por
qué le habéis puesto ese apodo a la mujer?
-Tiene
rasgos orientales y una apariencia de artista pasada de rosca, así que blanco y
en botella. Ay, no me mires así, ha sido cosa de Javier. Ya sabes lo cabrón que
es con los apodos.
Sí.
Ciertamente, lo sabía. A decir verdad, era un talento que compartíamos desde
pequeños y del que nos enorgullecíamos.
De
modo que aquel amasijo de prendas desgastadas y gestos estrafalarios era Yoko,
la reina de los gatos. La dueña del chorro de voz que había conseguido
impresionarme todavía más que un bocado de pastítsio.
Sobra
decir que en aquel mismo instante decidí que debíamos conocernos.
Aquella
noche me fui a dormir temprano, ilusionada por elaborar mi plan para abordar a
Yoko cuando reemprendiese su ritual felino del día siguiente. Ni siquiera me
crucé con Javier, aunque sí lo oí, vagamente, regresar del trabajo a
medianoche. Para entonces, yo ya estaba inmersa de lleno en el mundo de Morfeo.
Me había entregado por completo a la felicidad de anticipar lo que traería
consigo la mañana siguiente. En cierto modo me sentía conectada a Yoko, vagabunda
en la metrópoli ateniense, sin saber muy bien a qué aferrarme, sin saber en
absoluto dónde estaba mi norte, pero habiendo sido capaz de conservar el mínimo
de cordura necesario como para seguir en pie sobre este mundo. Que no es poco. A
menudo despeinada, con la mirada cristalina y ausente, rasguños como de haber
sobrevivido a una pelea de gatos callejeros eterna, que, francamente, había
sido la mayor parte de nuestras vidas.
No
entraré aquí en detalles sobre cómo abordé a Yoko al día siguiente, ni sobre
cómo fuimos convirtiéndonos en amigas y confidentes. Lo que sí relataré será por
qué se mudó a un lado del mundo bien lejano a su hogar, cómo se jugó el futuro
a una sola carta y cómo la gran ciudad la rescató del abismo y la refugió en
sus entrañas sin juzgar, jamás, su ulterior locura.
Sus
rasgos no engañan: Yoko nació en Japón, en el seno de una familia tradicional
(¿hay hueco en la sociedad japonesa para familias no tradicionales?). Como tal,
su familia le inculcó desde bien pequeña los típicos valores femeninos de
sumisión, discreción, servilismo, diligencia, sacrificio. Invisibilidad, en
definitiva. Hasta la adolescencia, no le quedó más remedio que acatar dichos valores.
Al entrar en la veintena, sin embargo, a medida que comenzaba a aproximarse a
la edad en la que toda mujer debe pasar de ser propiedad del padre a ser
propiedad del marido, Yoko se plantó. Se negó en rotundo a vivir según aquel
guion. Evidentemente, aquello causó un gran escándalo en su familia, que renegó
de ella, de modo que tuvo que abandonar su hogar y subsistir por sus propios
medios. Yoko llevaba ya cierto tiempo fantaseando sobre qué encontraría si
investigara más allá de aquella isla, siempre había deseado fervientemente
comprobar si en un lugar desconocido, donde fuese anónima, se le concedería el
espacio para dibujar su propia historia. Alzar la voz, ser protagonista, y no
un cero a la izquierda con una mera utilidad decorativa.
Cuando
tomó la decisión irrevocable de emprender su propia aventura, Yoko escribió la
siguiente frase en su cuaderno: «Me voy a un país en ruinas para
desempolvar las mías propias, estudiar con devoción los cimientos de lo que soy
y hacerme un pueblo libre.» Su mente brillante había elegido Grecia.
Desde el momento en que aterrizó, tras un largo
viaje, en Atenas, su esquema mental nipón comenzó resquebrajarse de manera
irreversible. El caos que detectó desde aquel primer instante la reconfortó, no
obstante, de un modo tan paradójico, que no pudo más que sentirse reafirmada en
los motivos que la habían conducido a aquel lugar. Así que decidió dejarse
llevar. Tras recoger su escaso equipaje, se dirigió a la salida del aeropuerto
y tomó un taxi al barrio de Pláka, al pie de la Acrópolis, donde había
alquilado un pequeño estudio por el que pagaría un alquiler irrisorio para
cualquier habitante de Tokio.
Debido a su ubicación, sobre la colina, el
estudio no era accesible a vehículos, por lo que el taxista hubo de dejarla en
la calle principal. Yoko le pagó con la certeza de que su condición evidente de
extranjera le había costado unos cuantos euros de más, se cargó la mochila a la
espalda y emprendió, animada, el camino a casa. Se había decantado por una zona
rebosante de vida: bazares para turistas, mercadillos artesanales callejeros,
conservatorios cuyos músicos en ciernes exponían animosamente sus recién
adquiridas aptitudes a los viandantes a cambio de unas monedas. Las escaleras
que tenía que subir para llegar a su casa eran la parte más característica del
barrio. A ambos lados se amontonaban cafés, restaurantes y tabernas a los que
acudían en masa grupos de atenienses y extranjeros para charlar durante horas,
pausadamente, frente a un café o un rakí, acariciando alguno de los gatos que merodeaban,
libres, y se mezclaban, melosos, con la muchedumbre durante un rato.
En Atenas, Yoko se enamoró. Por vez primera, se
enamoró y se le fue totalmente de las manos. Cuando, entre lágrimas y frases
entrecortadas, intentó describirme el tipo de amor que había sufrido (utilizó
esta palabra), solo alcanzó a hacerlo citando a uno de sus autores japoneses
favoritos. Así leía primer párrafo de la primera novela suya que había leído: «A los veintidós años, en primavera,
Sumire se enamoró por primera vez. Fue un amor violento como un tornado que
barre en línea recta una vasta llanura. Un amor que lo derribó todo a su paso,
que lo succionó todo hacia el cielo en su torbellino, que lo descuartizó todo
en un arranque de locura, que lo machacó todo por completo. Y, sin que su furia
amainara un ápice, barrió el océano, arrasó sin misericordia las ruinas de
Angkor Vat, calcinó con su fuego las selvas de la India repletas de manadas de
desafortunados tigres y, convertido en tempestad de arena del desierto persa,
sepultó alguna exótica ciudad amurallada. Fue un amor, glorioso, monumental.»
Se llamaba Iásonas y lo había conocido en el
mercado. Tenía unos impactantes ojos azules nada griegos, un tono de piel
canela y unos desvergonzados rizos rubios que se enredaron en la garganta de
Yoko desde el primer momento, como una especie de planta trepadora angelical
que la dejó muda. Tras varios encuentros mercantiles entre granadas y uvas, él,
de manera muy natural, le preguntó si querría ir a dar un paseo juntos algún
día. Ella se ruborizó intensamente pero asintió apresurada, con la mirada
clavada en el suelo y una diminuta sonrisa. Pasearon a diario durante todo el
otoño y se convirtieron en inseparables. Muy pronto, Iásonas se mudó al
apartamento de Yoko, donde vivían con poco espacio y menos pertenencias, pero
con una pasión mutua que convertía aquel apartamento en un hogar.
Transcurrieron, ajenas a todo, las estaciones, y el amor siguió engordando,
descarado. Yoko nunca había imaginado, ni en la más salvaje de sus fantasías,
que pudiera experimentar una relación tan plena. Se sentía esplendorosa,
liberada, apoyada, y muchos adjetivos más que resultan muy molestos a esas
personas que se sienten vivir en la más brutal de las soledades durante un
largo periodo de tiempo.
Un día, sin embargo, Iásonas simplemente
desapareció. Dejó tras de sí un par de camisas, el aroma de su cuerpo en las
sábanas y un vacío insoportable que reventó el corazón y el alma de Yoko y la
sumió para siempre en un silencio sordo, atemporal e irreversible que la
arrastró al otro lado. Las secuelas se manifestaron, al principio, en forma de
excesos de alcohol y drogas, de ausencia de nutrición y descanso, de aislamiento
total. Ocasionalmente, en las noches en las que la enredadera que la había
enamorado se ceñía más y más a su garganta, sofocándola con preguntas que nadie
respondía, y le impedía respirar, Yoko se autolesionaba. Solo así conseguía
dormir, aunque fuera un par de horas. Cuando se despertaba, de nuevo en un mar
de lágrimas y con el corazón desbocado por la ansiedad, retomaba su tortuosa
jornada.
Yoko nunca llegó a conocer el motivo por el
cuál Iásonas se había esfumado. Nunca recibió noticas suyas, nunca volvió a
verlo. En estas circunstancias, y en la avalancha de pensamientos con los que
se quedó sola y encerrada en su apartamento, se volvió loca. Solo comenzó a
salir a la calle de nuevo para visitar el mercado, con la esperanza de volver
al pasado a conocer a su amor. Los vecinos, que sentían un profundo respeto por
ella, nunca mencionaron nada, a pesar de haberla visto envejecer
considerablemente en cuestión de meses. Aceptaron, en silencio, que la Yoko que
habían conocido se había marchado, y acogieron a la nueva en su regazo sin
pedir explicaciones.
Atenas es una ciudad de amor y de locos, de un
quejido de dolor bellísimo que nunca alcanzaré a explicar.